El mundo en general y Argentina en particular cierran el año con riesgo creciente. La cuarentena y la baja actividad económica provocada por el Covid, más la invasión de Rusia a Ucrania determinaron, entre muchas otras cosas, que casi todos los bancos centrales del mundo emitieran dinero a mansalva durante un año y medio. Con medios de producción trabajando a un tercio de su capacidad y con demanda multiplicada por la cantidad de moneda lanzada a las calles despertaron la secuela de la inflación más alta en cuarenta años, una difícil situación de la que todavía no podemos salir.

Hasta mediados del año pasado la Reserva Federal de EE.UU.  repetía en cada uno de sus informes que esta inflación sería transitoria y que con la aplicación de más altas tasas de interés los precios volverían a ponerse en caja rápidamente. De ese modo, a lo largo de los últimos treinta meses la Fed subió la tasa corta norteamericana desde 0,1% anual en julio de 2020 hasta 4,5% en este momento. Y según las últimas declaraciones de su titular, Jerome Powell, que no volverá a hablar hasta febrero (con más datos de inflación y empleo conocidos), ese interés corto se mantendría en el 5,1% anual durante todo 2023 y probablemente la apertura de 2024, calculando que para ese momento el IPC norteamericano ya estará nuevamente en el 2% anual, el parámetro determinado ideal por el principal Banco Central del mundo.

Con políticas financieras más o menos parecidas, los otros bancos centrales claves del mundo repitieron la estrategia de la Fed. Con el BCE, el BoE y el BoJ con determinaciones similares a las de Powell, la tasa de interés promedio mundial subió en treinta meses de 0,1% a 2,5% anual. Por lo que las tasas a 10 años de los bonos de casi todas esas naciones pasaron de 0,5% a 4,3% con pico en octubre y luego descenso hasta 3,7% en EE.UU, en tanto que el promedio anual fue de 1,9 a 6,6% en octubre y ahora se encuentra en 5,5% anual.

EL ECONOMISTA

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